domingo, 20 de febrero de 2011

Y que no cambie.

Me cogiste la mano y me susurraste al oído que nada malo podría pasar. Yo te contesté, con la voz quebrada por el miedo, que contigo todo iría bien. Oímos pasos que se acercaban, y en ese momento la sala en la que nos encontrábamos se cerró por completo. Tú y yo nos sentamos en el suelo, en completa oscuridad, mientras una pequeña luz brillaba justo encima de nuestras cabezas. Nuestro mundo, nuestro, únicamente, y encima para siempre. No importaba el precio, éramos tú y yo solas, en un universo paralelo, perfecto, con ríos de caramelo y playas de chocolate, con dibujos de arco iris en cada esquina, con un vertedero de gominolas de acceso público, con islas de galleta y agua de mar. Alzamos los ojos a la vez, cronometradas por el paso del tiempo, y vimos nuestra vida pasar a lo largo de todo. Me repetiste que no importaba el precio que tuvimos que pagar, ni un día de nuestra infancia ni todo nuestro futuro. No importaba. En esos instantes no importaba nada. De repente, la extraña película se paró, se quedó quieta, y por un minutoinstante pude vernos a las dos, con más de cien años, cogidas de la mano, como estábamos ahora, en esa misma sala, con esa misma luz y con ese mismo tiempo. Tú me hiciste comprender la vida, me hiciste comprender que no hacen falta más de dos para pasar la vida, que pasase lo que pasase tú estarías allí. Que aunque un río de esos de caramelo de nuestro universo paralelo nos separase, que su cauce se desbordara y que no pudiésemos acercarnos, siempre quedaría un túnel subterráneo al final del cuál siempre está la luz, nuestra luz, la que nos hace felices.
Y mi luz eres tú.


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