Tenía un deseo, uno sólo, a diferencia de los tres clásicos. Vagué por mi subconsciente, de un lado para otro, sin saber bien qué decir. Fui informada de que mi tiempo para formular se estaba agotando, así que hice correr a mi yo interior. De repente, tomé una decisión, y la realicé en voz alta. Pedí que todo volviese a ser como antes, que ojalá aquel martes y aquel viernes nunca hubiesen existido, que todo ello se borrase de la memoria de la tierra, que no me importaba ser un día más joven, no me importaba perder mi conciencia por veinticuatro horas. Me quedé quieta, y sentí como el peso más grande de mi ser se desprendía de mi cuerpo y miré por fin a mi alrededor. Me encontré con que nada había cambiado. Nada, nada en absoluto, todo seguía igual. Aquello me hizo darme cuenta de que tenía todo lo que necesitaba, y que por dos recuerdos no iba a estropearme la existencia. Que uno de los dos recuerdos abarcaba seis meses, seis meses enteros, y que no iba a perder tanto tiempo. Me giré de nuevo, y me encontré con que mi subconsciente vagaba por mi memoria, buscando algo que pedir, pues aún necesitaba un deseo. Él me dijo que algo había mejorado en lo que había pedido con anterioridad, que ya no me sentiría culpable, que todo habría pasado, que simplemente sería como si nada de eso hubiera pasado pero pasó. Definitivamente, necesitaba escoger un deseo. Finalmente, no me lo pensé más. Tras rebuscar en el baúl de los recuerdos perdidos de mi mente, elegí el deseo más fácil y sencillo que nadie podría pedir.
Elegí ser feliz.
Elisa, 2011.
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